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Esta página se llama "Inicio". Sirve de presentación, pero también se atiene a su nombre y es un comienzo, un primer paso, del camino que llevo haciendo desde hace tiempo, y que ahora expreso por este medio, para salir de un laberinto. Es un lugar subterráneo, oscuro (por eso hace falta un candil), como una cueva. Escribiré sobre eso más adelante.
El camino es de salida, por lo tanto va de dentro a fuera. Viene al caso la siguiente cita de Byung-Chul Han:

ESTÉTICA DEL DESASTRE

En la Crítica de la razón práctica de Kant se encuentra la famosa sentencia que también está sobre su tumba: "Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí". La ley moral tiene su sede en la razón. Tampoco el cielo estrellado representa un afuera, algo externo al sujeto, sino que se despliega en la interioridad de la razón. Etimológicamente, desastre significa "sin estrellas" (del latín des-astrum). En el cielo estrellado de Kant no aparece ningún desastre.
[...] En presencia de la violencia natural, el sujeto se refugia en una interioridad de la razón que hace que todo lo externo aparezca pequeño. Kant se inmuniza permanentemente contra el afuera, el cual se sustrae a la interioridad autoerótica del sujeto. Todo debe conjurarse para que se encauce hacia el interior del sujeto: así reza el imperativo categórico de su pensamiento.
HAN, BYUNG-CHUL (2015), La salvación de lo bello. Barcelona, Herder. Pág. 61. 

Así, lo que implica esta idea tan interiorizada, tan inconsciente en nuestra cultura occidental, con el mil veces agravante individualismo narcisista que nos impone también nuestra sociedad masificada y competitiva, es que nuestro punto de vista del mundo, nuestra adquisición de conocimiento (crecimiento del espíritu) va a estar siempre sesgado, limitado por nuestra individualidad. Todo lo que interpretemos con nuestro acto de consciencia (constante comparación/interpretación de lo que perciben nuestros sentidos con lo que ya sabemos, nuestro conocimiento asimilado) va a estar estrechado por el restrictivo canal de nuestra individualidad narcisista, "autoerótica".

Parece imposible liberarse de este hecho tan natural, innato, básico en psicología. Aprendemos a través del yo, del ego, porque para la supervivencia es necesaria esta autoconsciencia. Pero es una capa profunda que debe existir, oculta, mientras algo más bello se erige sobre ella. La famosa dualidad: lo oscuro y turbio, lo luminoso y bello. La cripta de la catedral, la tierra en donde se hunden las raíces.
Este crecimiento, que no es otro que el conocimiento a través de nuestra oscura y primitiva mónada (el alma es una mónada, según Leibniz), en conjunción con las otras dos partes que integran el Ser, cuerpo y espíritu (perdón por la mística), nos aleja de esa cripta, aunque siempre esté ahí, y sea bueno visitarla de vez en cuando. Desde lo alto de una torre se puede ver mucho, se divisa lo que nunca se verá desde una cueva sin amplitud, sin distancia. La distancia, el espacio, nos hace crecer. Necesitamos ventanas en nuestra casa para ver más allá de nuestras paredes. Los mejores cuadros, los que mejor sientan al espíritu, son los paisajes, los que otorgan amplitud, distancia, según Hermann Hesse.
El conocimiento de lo externo, del mundo, de los vericuetos del laberinto que nos rodea, genera una distancia con nosotros mismos. Es un ropaje externo, una estampa que hace que nos desreconozcamos, que seamos otros cuando nos vemos desde fuera, en una foto o en un espejo. Ese ropaje nos hace vernos extraños, y es precisamente lo que nos salva de la enfermedad narcisista, de la desnudez obscena y sin distancia (no hablo del todo literalmente, ya que la desnudez física a veces puede ser un modo de ropaje).
Aprender, impregnarse de información madurada en conocimiento, que siempre va a ser falible, como el método científico según Bunge, y en donde resuena la máxima de Sócrates (darse cuenta de la ignorancia propia), es un fabuloso ropaje que nos inicia en el camino de la distancia. Es lo que nos precede ante los demás, y ante nosotros mismos. Nos protege y nos hace más altos, más bellos, como los árboles o las torres.
Todo aquel que no aspire a mejorarse a sí mismo no es un hombre. Es un animal antropomorfo.



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